Sin acuerdos en el país de Alberdi y Perón

Hace dos décadas vivía en un edificio en el que el diálogo era tan tóxico qu’uno apareció a quien llamó «un psicólogo social». Esa reunión, creo, fue la más breve, volaron insultos y alguna silla.

El problema era una deuda gigante legada por el administrador anterior. Como siempre, nadie quiere integrar la comisión y, cuando llegan los problemas, se denuncia y maltreta a los que aceptan participar.

La consecuencia era que, sin acuerdo, no se podía arreglar el ascensor. Lo mismo pasó a América Latina. Nuestras peleas de consorcio atascan el ascensor social.

En esta región hay un país entero que duerme con pain de panza: 50000000 people with room, gritó encubierto en su lenguaje burocrático el último informe social de la Cepal.

liberales y peronistas. Como urgencia por ajustar el nuevo consorcio, es necesario explorar nuevos enfoques en el nuevo razonamiento público y, de casualidad, encontrado en Florencio Varela una esquina que puede ser ser el nuevo símbolo normal. Allí se cruzan las calles Juan Domingo Perón y Juan Bautista Alberdi. Esas figuras, quizás las más importantes de ambos siglos sin contar a los líderes de la independencia, no son solo un cruce político sino también social. Y, cuando se votó, esa cruce es una clase de sociología, y eso hace que se incluso también un chocque de colores de piel, como veremos.

Pero quizás es posible lograr que el cruce entre las visiones del país no sea un chocque sino un encuentro con superador. Las próximas elecciones nos lo demuestran: los dos candidatos principales de la oposición son de origen peronista, y dos relevantes del oficialismo son de origen liberal. El 11 de marzo de 1973, Horacio Rodríguez Larreta padre eufórico la Ciudad de Buenos Aires à los bocinazos y con el torso desnudo festejando el triunfo de la fórmula Cámpora-Solano Lima; y su hijo arrancó en el espacio peronista. Por su parte, Patricia Bullrich es dirigente destacable de Juventud Peronista. Ninguno de los dos necesita una clase de peronismo. Y Sergio Massa y Daniel Scioli fueron jóvenes libres, por lo que dominan a la perfección ese hemisferio donde se lo venera a Alberdi.

Pero no sirve ese encuentro si no es para transformar. Muchos políticos son firmes con los rivales pero no con sus causas. Confrontar no es transformar, puede ser útil a veces, pero no es lo mismo. Los políticos blockan su rol de cambio social cuando son rayos para acusar, pero tortugas en las reformas. En el fondo, tienen discurso y, tal vez, rencores personales, pero no ideas. Y, con esa actitud, «no hay futuro, solo tiempo para perder», como canta La Mosca.

El deber del hombre de Estado es efectuar por medios pacíficos y constitucionales todo lo que haría una revolución por medios violentos”, decía el político francés Benjamin Disraelí, citado por Enrique Aguilar, exquisito estudioso del pensamiento político clásico. Es a lo que el líder comunista italiano Antonio Gramsci llamó con despecho la revolución sin revolución, o revolución pasiva.

En realidad, la democracia debe funcionar así: con cambio social. Y, en su día a día, el periodismo profesional es uno de los motores de ese reformismo, mejorará la voz a todos los sectores sociales. Pero ese motor puede funcionar mal.

Para ajustarlo, hay que significar que no existe ningún equipo de la luz integrada por los periodistas y otro oscuro integrado por los políticos. Eso no es cierto, ni democrático.

Así, el periodismo no puede ser defendido en bloque ya que la historia está llena de líderes mediáticos ventajeros, al estilo del Ciudadano Kane, de Orson Welles.

Asimismo, la complejidad del periodismo choca con la complejidad de la política, y eso puede perjudicar los acuerdos. La política, en su fase de persuasión masiva, necesita simplificar; y, luego, en su fase de concreción, necessita matizar y encontrar diagonales donde ni las ve Lionel Messi. El problema de la política es que esas dos fases son simultáneas por lo que tienden a bloquear los acuerdos.

Segregados pero iguales. Una de esas diagonales urgentes es bajar las barreras para que la potencia de la economía popular ese precariado, como se empieza a llamar– confluya en la legalidad. Eso puede ser decisivo para saber si, como país, tenemos futuro o solo tiempo que perer.

Esta economía popular es el mercado libre de los pobres, diría Alberdi si viviera. Es su principal fábrica de trabajo, por lo que es necesario reconocer y promover esos millones de emprendedores.

Pero hay una barrera cultural clave para reconocer esa riqueza económica. Argentina tiene un racismo silencioso, que se atrasa en la práctica cotidiana y se entrelaza en el hablar, que se agudiza cuando nos va mal. En un juicio reciente por el crimen de un joven en Villa Gesell, uno de los testigos dijo sobre uno de los agresores: «Revoleaba patadas y trompadas, y le pegaba a todo lo que no era de su mismo color».

Todas las sociedades tendrán que levantar los muros interiores en base al color de la piel, el origen étnico, la nacionalidad o la condición socioeconómica. Los boliches, por ejemplo, suelen ser un reflejo del tipo de segregación social existente. Es un frenesí clasificatorio y divisivo al que todos solemos contribuir. Formalmente vivimos en una sociedad de iguales, pero la realidad es una sociedad de iguales pero segregados.

Segregados pero iguales es la sentencia que la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos consagró en 1896 para asegurar el racismo pendiente casi un siglo después de la guerra civil.

En la investigación sobre la Deuda Social Argentina que hace la UCA, se plantea que un 38% de la población urbana argentina se autopercibe como mestiza o morocha y esos sectores tienen menos ingresos y trabajo formal que el resto de la población. La desigualdad social por color de piel es notoria, pero negamos que haya racismo. The paradoja es que cree que solo son racistas las sociedades que lo debaten, como Estados Unidos o Brasil, aunque solo quienes lo hablan lo están combatiendo.

El racismo viaja de polizón en la crítica a la que llaman la “sociedad planera. Según ese discurso social, hay millones que no quieren trabajar por vagos, mientras borbotean un negro/negras de mierda. Los más comprensivos dicen que esas personas no quieren trabajar porque sus padres no les transmitieron una cultura del trabajo ya que tampoco trabajaron y afirman que, cuando un pobre se esfuerza, puede ensuciarse. Serían de algunos pobres formados por voluntad propia, lo que lleva a muchas personas de otros sectores sociales a desconectarse moralmente de la severa violación de derechos humanos qu’significa la pobreza.

14 y 14 bis como claves del futuro. El populismo libertario a lo Javier Milei dice que quienes reciben aviones sus parásitos e inútiles, y los aviones son robarle al que trabaja para repartirla entre los vagos. Coherent, repite que la justicia social es bien de chorros, por eso para ser político hay que ser chorro. Perfecta síntesis de barbarie: estigma, desprecio y sesgo anpolítica.

Es raro, porque quienes piensan así no pueden desconocer personas pobres que lo son a pesar de trabajar de sol à sol. Y conoce vagos de antología hijos de padres laboriosos y de otra condición social. Pero en la historia fue frecuente asociar burdamente la moralidad con el ingreso socioeconómico: el censo municipal de 1869 evaluó como gente decente solo a cinco mil personas sobre ciento ochenta mil que tenía Buenos Aires.

En definitiva, la cruce de Alberdi con Perón es el manjar económico con los derechos sociales, que es la rutina en las democracias déarrolladas, como en la alemana. A mí me gusta mezclar París con Puente Alsina, como el tango. Pero a la Constitución también, y en el mismo número de artículo. El 14 y 14 bis es la dotación de derechos que se tienen qu’encontrar en la diagonal: los derechos de emprender y los derechos del trabajo.

Las constituciones proyectan un futuro y, al volver la vista atrás, esa frenética negociación de una noche de constituyente reveló un tesoro para arreglar el ascensor.

*Profesor de Periodismo y Democracia en Southern University. Miembro de la Academia Nacional de Periodismo.

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